Había
una vez en un pueblecito de Salamanca un niño al que en la escuela le llamaban
Pedro el Aturdido. A Pedro le encantaba su pueblo, con su iglesia cortejada por
varias hileras de casitas de piedra bajando por las laderas, su campanario y su
nido de cigüeñas situado estratégicamente en lo alto del monte. Le gustaba
desde allí ver la era en los días calientes de verano, con sus parvas y las
vacas somnolientas dando vueltas y más vueltas arrastrando el trillo. Por eso
le llamaban Pedro el Aturdido porque se le iba el día en esas contemplaciones.
Otra
cosa que le encantaba era escuchar el viento soplar desde el cementerio y
también observar al pastor con su rebaño de ovejas triscar por los campos.
A
veces se quedaba mirando ensimismado como un carro lleno de heno cruzaba el
viejo puente que atravesaba un río medio seco con la yunta parsimoniosamente
guiada por un hombre del pueblo con su gorra y su ahíja.
Pedro
desde que ayer en su escuela, en la enciclopedia estuvo estudiando los límites
de la Península Ibérica y leyó un nombre mágico MEDITERRÁNEO no tenía sosiego Aquel mar azul se había clavado en su retina y
con el dedo índice había acariciado todos los contornos de tierras que sus
aguas bañaban. Su mirada fija, perdida desde el alto campanario de la iglesia
quería descubrir en el lejano horizonte aquel contorno azul al final de las
secas y doradas tierras castellanas.
Aquella
tarde al salir de la escuela se tumbó en el prado boca arriba y el cielo limpio
de Castilla le trajo a su memoria otra vez la palabra mágica MEDITERRÁNEO,
cerro los ojos y se sintió mecido por sus suaves olas y los tordos se
convirtieron en gaviotas en playas de arenas finas. En el monte, a lo lejos las
encinas se le antojaron naranjos y el viento trajo su aroma suave. Tomó entre
sus manos un puñado de paja seca y subiéndolas la dejo caer suavemente
entornando los ojos le pareció un montoncito de arena. Salió corriendo abrió la
puerta como una exhalación, unas cuantas gallinas que picoteaban las boñigas de
las vacas, cacarearon en desbandada, una
de las gallinas que cobijaba amorosamente bajo las alas a sus polluelos lo hizo
más desesperadamente cuando se desperdigaron bajo las ruedas del carro y las
patas de algunas vacas que rumiaban tumbadas en la paja o comían pienso en el
pesebre. ¡Madre! ¡Madre! Gritó ¡Tengo que ir a ver el MEDITERRÁNEO! ¿el
MEDITERRÁNEO? Pedro, Pedro no digas tonterías y lávate las manos para cenar.
Delante
del plato de sopa, moviendo con la cuchara un currusco de pan que flotaba en el
caldo Pedro pensó que era un barco que navegaba y musitó MEDITERRÁNEO,
MEDITERRÁNEO, quiero conocer el MEDITERRÁNEO.